Elena Andrés – Gustar
a Dios
Yo
soy, Yo soy, Yo soy la Luz del mundo (2).
El que me sigue no caminará en tinieblas porque Yo soy la Luz del mundo. Yo soy el Camino, Yo soy la Verdad, Yo soy la Vida, la Luz del mundo.
El que me sigue no caminará en tinieblas porque Yo soy la Luz del mundo. Yo soy el Camino, Yo soy la Verdad, Yo soy la Vida, la Luz del mundo.
+ Evangelio: Juan 9, 1-41
Al
pasar vio Jesús un hombre ciego de nacimiento. Le preguntaron sus discípulos: -
Maestro, ¿quién había pecado, él o sus padres, para que naciera ciego? Contestó
Jesús: - Ni había pecado él ni tampoco sus padres, pero así se manifestarán en
él las obras de Dios. Mientras es de día, nosotros tenemos que trabajar
realizando las obras del que me envió. Se acerca la noche, cuando nadie puede
trabajar. Mientras esté en el mundo, soy luz del mundo. Dicho esto, escupió en
tierra, hizo barro con la saliva, le untó su barro en los ojos y le dijo: - Ve
a lavarte a la piscina de Siloé (que significa «Enviado»). Fue, se lavó y
volvió con vista.
Los
vecinos y los que antes solían verlo, porque era mendigo, preguntaban: - ¿No es
éste el que estaba sentado y mendigaba? Unos decían: - El mismo. Otros, en
cambio: - No, pero se le parece. Él afirmaba: - Soy yo. Le preguntaron
entonces: - ¿Cómo se te han abierto los ojos? Contestó él: - Ese hombre que se
llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo: «Ve a Siloé y
lávate». Fui, entonces, y al lavarme empecé a ver. Le preguntaron: - ¿Dónde
está él? Respondió: - No sé.
Llevaron
a los fariseos al que había sido ciego. El día en que Jesús hizo el barro y le
abrió los ojos era día de precepto. Los fariseos, a su vez, le preguntaron
también cómo había llegado a ver. Él les respondió: - Me puso barro en los
ojos, me lavé y veo. Algunos de los fariseos comentaban: - Ese hombre no viene
de parte de Dios, porque no guarda el precepto. Otros, en cambio, decían: -
¿Cómo puede un hombre, siendo pecador, realizar semejantes señales? Y estaban
divididos. Le preguntaron otra vez al ciego: - A ti te ha abierto los ojos,
¿qué piensas tú de él? Él respondió: - Es un profeta.
Los
dirigentes judíos no creyeron que aquél había sido ciego y había llegado a ver
hasta que no llamaron a los padres del que había conseguido la vista y les
preguntaron: - ¿Es éste su hijo, el que dicen que nació ciego? ¿Cómo es que
ahora ve? Respondieron sus padres. - Sabemos que éste es nuestro hijo y que
nació ciego. Ahora bien, cómo es que ve ahora, no lo sabemos, y quién le ha
abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Pregúntenselo a él, ya es mayor
de edad; él dará razón de sí mismo. Sus padres respondieron así por miedo a los
dirigentes judíos, porque los dirigentes tenían ya convenido que fuera excluido
de la sinagoga quien lo reconociese por Mesías. Por eso dijeron sus padres: Ya
es mayor de edad, pregúntenle a él.
Llamaron
entonces por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: -
Reconócelo tú ante Dios. A nosotros nos consta que ese hombre es un pecador.
Replicó entonces él: - Si es pecador o no, no lo sé; una cosa sé, que yo era
ciego y ahora veo. Insistieron: - ¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos? Les
replicó: - Ya se lo he dicho y no me han hecho caso. ¿Para qué quieren oírlo
otra vez? ¿Es que quieren hacerse discípulos suyos? Ellos lo llenaron de
improperios y le dijeron: - Discípulo de ése lo serás tú, nosotros somos
discípulos de Moisés. A nosotros nos consta que a Moisés le habló Dios; ése, en
cambio, no sabemos de dónde procede. Les replicó el hombre: - Pues eso es lo
raro, que ustedes no sepan de dónde procede cuando me ha abierto los ojos.
Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino que al que lo respeta y
realiza su designio, a ése lo escucha. Jamás se ha oído decir que nadie haya
abierto los ojos a uno que nació ciego; si éste no viniera de parte de Dios, no
podría hacer nada. Le replicaron: - Empecatado naciste tú de arriba abajo, ¡y
vas tú a darnos lecciones a nosotros! Y lo echaron fuera.
Se
enteró Jesús de que lo habían echado fuera, fue a buscarlo y le dijo: - ¿Das tu
adhesión al Hijo del hombre? Contestó él: - Y ¿quién es, Señor, para dársela?
Le contestó Jesús: - Ya lo has visto; el que habla contigo, ése es. Él declaró:
- Te doy mi adhesión, Señor. Y se postró ante él.
Añadió
Jesús: - Yo he venido a abrir un proceso contra el orden este; así, los que no
ven, verán, y los que ven, quedarán ciegos.
Se
enteraron de esto aquellos fariseos que habían estado con él, y le preguntaron:
- ¿Es que también nosotros somos ciegos? Les contestó Jesús: - Si fueran
ciegos, no tendrían pecado; pero como dicen que ven, su pecado persiste.
+ Interiorización: Para excluidos
Es
ciego de nacimiento. Ni él ni sus padres tienen culpa alguna, pero su destino
quedará marcado para siempre. La gente lo mira como un pecador castigado por
Dios. Los discípulos de Jesús le preguntan si el pecado es del ciego o de sus
padres.
Jesús
lo mira de manera diferente. Desde que lo ha visto, solo piensa en rescatarlo
de aquella vida desgraciada de mendigo, despreciado por todos como pecador. Él
se siente llamado por Dios a defender, acoger y curar precisamente a los que
viven excluidos y humillados.
Después
de una curación trabajosa en la que también él ha tenido que colaborar con
Jesús, el ciego descubre por vez primera la luz. El encuentro con Jesús ha
cambiado su vida. Por fin podrá disfrutar de una vida digna, sin temor a
avergonzarse ante nadie.
El
mendigo curado confiesa abiertamente que ha sido Jesús quien se le ha acercado
y lo ha curado, pero los fariseos lo rechazan irritados: "Nosotros sabemos
que ese hombre es un pecador". El hombre insiste en defender a Jesús: es
un profeta, viene de Dios. Los fariseos no lo pueden aguantar: "Empecatado
naciste de pies a cabeza y, ¿tú nos vas a dar lecciones a nosotros?".
El
evangelista dice que, "cuando Jesús oyó que lo habían expulsado, fue a
encontrarse con él". El diálogo es breve. Cuando Jesús le pregunta si cree
en el Mesías, el expulsado dice: "Y, ¿quién es, Señor, para que crea en
él?". Jesús le responde conmovido: No está lejos de ti. "Lo estás
viendo; el que te está hablando, ese es". El mendigo le dice: "Creo,
Señor".
Así
es Jesús. Él viene siempre al encuentro de aquellos que no son acogidos
oficialmente por la religión. No abandona a quienes lo buscan y lo aman aunque
sean excluidos de las comunidades e instituciones religiosas. Los que no tienen
sitio en nuestras iglesias tienen un lugar privilegiado en su corazón.
¿Quién
llevará hoy este mensaje de Jesús hasta esos colectivos que, en cualquier
momento, escuchan condenas públicas injustas de dirigentes religiosos ciegos;
que se acercan a las celebraciones cristianas con temor a ser reconocidos; que
no pueden comulgar con paz en nuestras eucaristías; que se ven obligados a
vivir su fe en Jesús en el silencio de su corazón, casi de manera secreta y
clandestina? Amigos y amigas desconocidos, no se olviden: cuando los cristianos
les rechazamos, Jesús les está acogiendo.
+ Oración: En medio de la sombra y de la herida
José Luis Martín
Descalzo
que
tengo todo cuando estoy contigo: el sol, la luz, la paz, el bien, la vida.
Sin
Ti, el sol es luz descolorida. Sin Ti, la paz es un cruel castigo.
Sin
Ti, no hay bien ni corazón amigo. Sin Ti, la vida es muerte repetida.
Contigo
el sol es luz enamorada y contigo la paz es paz florida.
Contigo
el bien es casa reposada y contigo la vida es sangre ardida.
Pues, si
me faltas Tú, no tengo nada: ni sol, ni luz, ni paz, ni bien, ni vida
+ De la mano de María…
María, Recurso
Ordinario,
protégenos y guíanos.
Mujer rebosante de
esperanza,
sé para nosotros
manantial de vida nueva.
Primera discípula del
Señor,
muéstranos el camino.
Compañera de
peregrinación,
ven siempre a nuestro
lado.
Tú que fuiste dócil a
la voluntad de Dios,
danos un corazón
abierto y disponible como el tuyo.
Amén.
“Cambiaste mi
luto en danza” (Sal 30, 12)
La curación del ciego de nacimiento es un prodigio narrativo que requiere
ser leído en su contexto inmediatamente anterior: se trata de una discusión de
Jesús con los judíos (Jn 8,12-59) que comienza con su afirmación: “Yo soy la
luz del mundo (8,12). En el diálogo que sigue, el verbo más repetido es hacer
(8,28.29.34.39.40.41), unido al sustantivo obras (8,39.41). Se trata de
demostrar que es Jesús quien hace las obras de Dios, mientras que los judíos
hacen las obras del diablo, su padre.
La escena de la curación del ciego es la ampliación narrativa de los temas
enunciados anteriormente en forma discursiva. En el comienzo, y ante la pregunta
de los discípulos acerca del motivo de la ceguera del hombre, Jesús responde:
“Ha sucedido para que se revelen en él las obras de Dios. Mientras es de día,
tenéis que obrar en las obras del que me envió. Llegará la noche, cuando nadie
pueda obrar. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo (9, 3-5). A lo largo
del relato, el verbo hacer aparece en los vv 6.11.14.16.26.33.
Lo que resulta sorprendente, y es aquí donde vamos a centrar la atención,
es que sea el barro el medio extraño y claramente inadecuado empleado por Jesús
para hacer su obra (que es la de Dios) de devolver la vista al ciego y para
manifestarse él mismo como luz. El barro aparece cuatro veces en el texto, y
siempre en manos de Jesús como complemento del verbo hacer (Jn 9, 6.11.14. 15)
y, aparte de la clara alusión al barro de la creación del Adam (cf Gen 2,7),
quizá forme parte del humor que acompaña a todo el texto: es precisamente algo
opaco y oscuro el instrumento para que el ciego recupere la vista y para que la
luz vuelva a sus ojos.
“El Señor está realizando una obra extraña” había dicho Isaías (Is 28,21),
haciéndose eco de la extrañeza y el desconcierto que provoca la manera de
actuar de Dios Y es que el empleo de medios inapropiados parece pertenecer,
según los escritores bíblicos, a las costumbres de Dios: cumplió su promesa de
darles una descendencia numerosa a través de la esterilidad de las matriarcas
(Gen 17,16); envió a un tartamudo a negociar la salida de Israel Egipto (Ex
4,10) y fueron las ranas, las moscas y los mosquitos los encargados de agotar
la paciencia del poderoso faraón (Ex 7-8). Para conseguir la victoria contra
los amalecitas, Moisés, en vez de empuñar las armas, extendió los brazos para
orar (Ex 17,11-12), la condición para vencer al poderoso ejército de los madianitas
fue la disminución drástica de los soldados de Gedeón (Jue 7) y, para vencer a
Goliat, David no se servirá de la lanza sino de las chinitas de su zurrón (1Sm
17).
Las acciones simbólicas de los profetas tienen que ver con frecuencia con
cosas rotas, mal usadas, deterioradas o gastadas, especialmente en las de
Jeremías: un cinturón inservible (Jer 13,1-11), una vasija que se estropea rota
en manos del alfarero (Jer 18,1-10; un cántaro quebrado ante las murallas de
Jerusalén (Jer 19). La garantía de la protección de Dios a Acaz cuando temblaba
de miedo viendo Jerusalén sitiada, fue el anuncio que su joven esposa esperaba
un hijo (Is 7). Y no será un ángel quien sacará de Babilonia a los exilados,
sino la benevolencia del pagano Ciro (Esd 1).
No es de extrañar que los destinatarios de esas acciones reaccionen
irritados cuando la manera de Dios a la hora de realizarlas no coincide con los
métodos que les parecerían los adecuados: Acaso dice la arcilla al artesano: - ¿Qué
estás haciendo? Tu vasija no tiene asas” (…) Y vosotros ¿vais a pedirme cuentas
de mis hijos? ¿vais a darme instrucciones sobre la obra de mis manos? (Is
45,9-11)
El Nuevo Testamento acentúa desde su comienzo los medios tan poco
“convenientes” que van a caracterizar las acciones de Dios y del propio Jesús:
las cuatro únicas mujeres que aparecen en su árbol genealógico según Mateo, son
una muestra del “barro” de que se sirvió Dios para modelar al Nuevo Adán:
Tamar, recordada por su comportamiento incestuoso (Gen 38); Rahab, una prostituta
de Jericó (Jos 2); Rut, una extranjera de Moab; la mujer de Urías, asociada al
adulterio de David… (2 Sm 11). Descendiendo de abuelas tan insólitas, ya no
puede extrañarnos nada de lo que sigue: una cuadra en un descampado como
“denominación de origen” del anunciado como “Salvador, Mesías y Señor” (Lc
2,1-20); desperdiciar treinta años trabajando oscuramente en un pueblo perdido
y, a la hora de aparecer en público, mezclarse con la gentuza para bautizarse
en el Jordán.
Como predicadores de su evangelio elegirá a gente entendida solamente en
barcas, peces o impuestos. Para convencer de la prioridad de “hacerse próximo”
escoge a un samaritano, prototipo de los alejados (Lc 10,25-37); los modelos de
fe que propone a su auditorio de intachables judíos serán una mujer impura por
su flujo de sangre (Mc 5,34), una pagana, madre de una endemoniada (Mt
15,21-28) y un capitán del imperio invasor (Mt 8,10).
A los dispuestos a apedrear a la mujer acusada de adulterio no los disuade
con un discurso brillante y convincente, sino inclinándose y escribiendo en el
polvo (Jn 8); al ciego de Betsaida y a un sordomudo los cura aplicándoles su
propia saliva (Mc 7,33; 8,23) y cura a un leproso realizando el gesto prohibido
de tocarle.
Para hablar del Reino no acude al lenguaje erudito de los escribas, sino
que narra cuentos poblados de personajes y elementos de la vida cotidiana:
campesinos que siembran y cosechan, mujeres que amasan y encienden candiles, un
pastor desvelado en busca de una oveja perdida, un padre asomándose al camino
por si vuelve a casa el hijo que se le fue…
Y además de todos estos intermediarios inadecuados, los medios para
alcanzar el Reino tampoco parecen los más convenientes: la pérdida resulta ser
el precio de la ganancia (Mc 8,35) y para ser significativo e importante hay
que ponerse a aprender de los niños (Mt 18,3); en cambio, el poder, la
influencia y la riqueza se revelan como factores de alto riesgo; la posesión no
es fuente de alegría sino de pesadumbre (Mt 19,16-22) y la acumulación, objeto
de irrisión y ridículo (Lc 12,16-21).
Invitados a la danza de lo inconveniente
Aflojad la tensión de vuestras manos y dejad que se os escapen las riendas
con las que intentáis controlar a Dios, podría decirnos el ciego de nacimiento.
Liberaos de vuestra obsesión por fiscalizar los “cómos” y dominar los “por qués” de sus acciones: tampoco yo
conseguí entender por qué untaba mis ojos con aquel barro espeso que parecía
cegar aún más mis pupilas. Pero me fie de su palabra, me dirigí a tientas a la
alberca de Siloé, me lavé y, junto con el barro, se fueron mis tinieblas y me
vi sorprendido por la luz como en la primera mañana de la creación. Aceptad el
desafío de creer que el barro puede ser portador de luz, confiad en las manos
de quien lo aplica a vuestros ojos, reconoceos en la negativa farisea de
aceptar que la luz pueda llegar por otro camino que no sea el de los propios
candiles y lámparas.
Decidíos a creer que Alguien sabe mejor que vosotros qué es lo que os cura
y lo que puede hacer luminosa vuestra vida y no os contentéis con conocerle
solamente por el sonido de su voz y el roce de sus manos: porque él os sigue
buscando para que podáis contemplar también el rostro del que procede toda luz.
Dad fe a la Palabra que os asegura que vuestras carencias y cegueras no os
encierran definitivamente, sino que pueden ser puertas abiertas para el
encuentro y entregad vuestra fe y vuestra adoración a Aquel que no pasará nunca
de largo por las cunetas de vuestros caminos.
Un día, estaba sentado con Rodleigh, el jefe del grupo, en su caravana,
hablando sobre los saltos de los trapecistas. Me dijo: “Como saltador, tengo
que confiar por completo en mi portor. El público podría pensar que yo soy la
gran estrella del trapecio, pero la verdadera estrella es Joe, mi portor. Tiene
que estar allí para mí con una precisión instantánea, y agarrarme en el aire cuando
voy a su encuentro después de saltar”. “¿Cuál es la clave?”, le pregunté. “El
secreto”, me dijo Rodleigh, “es que el saltador no hace nada, y el portor lo
hace todo. Cuando salto al encuentro de Joe, no tengo más que extender mis
brazos y mis manos y esperar que él me agarre y me lleve con seguridad al
trampolín”.
“¿Qué tú no haces nada?”, pregunté sorprendido. “Nada”, repitió Rodleigh.
“Lo peor que puede hacer el saltador es tratar de agarrar al portor. Yo no debo
agarrar a Joe. Es él quien tiene que agarrarme. Si aprieto las muñecas de Joe,
podría partírselas, o él podría partirme las mías, y esto tendría consecuencias
fatales para los dos. El saltador tiene que volar, y el portor agarrar; y el
saltador debe confiar, con los brazos extendidos, en que su portor esté allí en
el momento preciso”.
Cuando Joe dijo esto con tanta convicción, en mi mente brillaron las
palabras de Jesús: “Padre, en tus manos pongo mi Espíritu”. Morir es confiar en
el portor. Podemos decir a los moribundos: “Dios se hará presente cuando deis
el salto. No tratéis de agarrarlo; él os agarrará a vosotros. Lo único que
debéis hacer es extender vuestros brazos y vuestras manos y confiar, confiar,
confiar”.
Dolores Alexaindre
Pon tu mano en mis ojos
Pon barro y saliva,
y tu mano humana y divina,
en mis ojos para que tengan vista
Pon tu mano en mis ojos miopes,
para que puedan mirar más allá
de la costumbre, la familia y la comunidad,
y ver al hambriento, al sediento, a los siempre pobres.
Pon tu mano en mis ojos endurecidos
por el paso de los años y los fracasos,
para que se transformen
en ojos emocionados, capaces de llorar.
Pon tu mano en mis ojos cansados,
que no alcanzan a distinguir bien cosas y personas,
para que adquieran juventud y claridad
en este mundo convulso y cambiante.
Pon tu mano en mis ojos enfermos,
mal acostumbrados y poco cuidados,
para que recuperen la salud
y puedan ver sin engaño en plenitud.
Pon tu mano en mis ojos heridos
por tantos golpes, luces y fogonazos
que han recibido de la vida
cuando intentaban verla en profundidad.
Pon tu mano en mis ojos vacilantes,
que no saben detenerse y reconocer
lo que ante ellos emerge con novedad
dejándome siempre perplejo y vacilante.
Pon tu mano en mis ojos superficiales,
que pasan rápida y febrilmente
por todo lo que encuentran y se les ofrece,
pero evitan encuentros y compromisos estables.
Pon tu mano en mis ojos ciegos,
clausurados a la vida y a la luz,
para que vuelvan a ver la vida y tus signos
con paz, ilusión y movimiento.
Pon barro y saliva,
y tu mano humana y divina,
en nuestros ojos para que tengan vista.
Florentino Ulibarri
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