
Como teóloga moralista, sólo puedo alegrarme de esta vitalidad de la savia evangélica que, desde las encinas fundadoras, despiertan estos nuevos brotes al servicio de las sociedades y de las Iglesias.

Sin embargo, “aquel de entre vosotros, que quiere construir una torre, ¿no comienza por sentarse para calcular los gastos y considerar si tiene lo necesario para llegar al final?” (Lc.14, 28). Pues, si hoy nos alegramos de tantos brotes nuevos, es preciso también de forma racional afrontar, reflexionar, discernir. Surge entonces la pregunta: ¿qué hacemos con los nuevos brotes? Les permitimos un desarrollo, digamos, “salvaje”? ¿Les quitamos la piel? ¿Previendo qué forma, con qué utilidad, para quién, con qué finalidad, con qué medios? Anteriormente, ya lo habéis subrayado, había la tendencia de suprimir lo que no se acomodaba de inmediato al cuadro de la comunidad. ¿Es posible hoy día?
Más aún, estos nuevos impulsos, ¿qué tienen que ver con la modernidad, con este siglo que consideramos tan secularizado? ¿A menos que esta secularización no presente efectos paradójicos de estímulo, de referencia directa a figuras evangélicas fuertes hasta redescubrirlas? Sin embargo, ¿cómo sensibilizar a todo el Instituto, a toda la Iglesia, incluso a toda la sociedad con esta nueva aportación?
No tengo la respuesta de todas estas preguntas, solamente algunos puntos de encuentro de teología y sobre todo de ética teológica, para guiarnos en el discernimiento.
Distribuiré mi exposición en tres partes:
• Ante todo, quisiera recordar la aportación social y religiosa moderna que conllevan estas nuevas emergencias espirituales.
• Quisiera, a continuación, releer el episodio de Juan sobre la formación de la primera familia “crística”.
• Finalmente, deducir algunas enseñanzas para nuestro discernimiento.
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